viernes, 28 de diciembre de 2007

REVISTA “MUJER PLATENSE”, Enero de 1999

La depresión y la fatiga de saber

Emilio Vaschetto


Cierta vez, estando en un congreso mundial sobre estados depresivos me encontré felizmente escuchando una conferencia –poco concurrida por cierto- sobre la historia de la depresión. Desde la grecia antigua hasta la revolución francesa el profesor emérito de filosofía en la Universidad de Berlín había desglosado el concepto: “melancolía”, “asedia”, dolor moral, etc; los cristianos y la culpa, la reflexión y el ensimismamiento, la tristeza y la locura... Al terminar su exposición me acerqué a él con el entusiasmo de haber sentido un poco de aspersión de agua fresca luego de haber padecido un prolongado mareo por sobredosis de propaganda farmacéutica. Recuerdo que apartándose del cúmulo de psiquiatras él me dijo con voz vibrante (propia de su octogenaria condición): -“¿sabe usted?, la depresión no existe”. Luego de frase tan lapidaria en un escenario que había sido montado para no debatir siquiera la pertinencia del concepto, me resultó al menos inquietante.
Al regresar a mi ciudad acudí rápidamente a los libros de referencia. Recordé que hacía unos años un psiquiatra reconocido en nuestro país me había recomendado leer un texto de un monje anglicano denominado Anatomía de la melancolía. El autor llamado Robert Burton había publicado en el 1621 todo lo que hasta entonces se conocía sobre la llamada “melancholy”. Su tratado era, según sus dichos, un ejercicio autoterapéutico, pues él mismo se denominaba melancólico. El mismo ejercicio de saber sobre su enfermedad le iba a proporcionar por añadidura su propio remedio.
Esta vinculación entre melancolía y saber también es reconocida tres siglos más tarde por el inventor del psicoanálisis Sigmund Freud. En un texto llamado Duelo y melancolía, refiere que el melancólico con sus autorreproches y su denigración se aproxima a un conocimiento de sí mismo tal que otros no melancólicos no podrían acceder. Tiene razón, dice Freud, en sus autoacusaciones, pero ¿por qué debería atravesar un trabajo tan doloroso para llegar a saber eso?
En nuestros tiempos, síntomas como el insomnio, la tristeza, la apatía, la ausencia de placer ante determinadas cosas que antes lo producían, la inhibición, la fatiga, el llanto fácil, (entre otras); ensambladas a las dificultades de índole laboral, familiar o social completan el espectro que se necesita para tener depresión. Las personas que concurren a nuestros consultorios ya vienen autodiagnosticadas como depresivas, algunas de las cuales a su vez concurren automedicadas. Es asombroso observar el éxito que tiene esta palabra, que conjuga tanto la dificultad para adaptarse a las normas de socialización actual (tener proyectos, energía, progresar laboralmente, la búsqueda de nuevas sensaciones) como el nombre a un malestar inherente al ser humano en su inadecuación a su existencia en tanto ser hablante.
Hablar de depresión es tomar un discurso de época, es de qué manera las personas que sufren toman prestado de la prensa, del Otro social, una palabra que puede ordenar -en algunos casos- el sufrimiento de alguien en su cuerpo o en su pensamiento.
El gran lector de Freud, Jacques Lacan, no hablaba de depresión sino –parafraseando a Spinoza o Dante- de “cobardía moral”. Es decir, que mediante esta argucia introducirá un sujeto allí donde, por el afecto depresivo insiste la pasividad de un enfermo.
La apuesta del psicoanálisis estará subsumida a escuchar ese malestar siempre y cuando haya un sujeto dispuesto a articular una demanda, no de afecto ni de los afectos, sino del efecto producido por el deseo de saber.






No hay comentarios: